martes, 20 de mayo de 2014

IV




IV

Los caballos de porcelana,
tras la vitrina, permanecen
inmóviles, a pesar de que
la mirada del niño
posa sus manos en el cristal,
acerca la cara y deja
sempiternas huellas de grasa.
Mucho tiempo después
se agarraría la cabeza,
temblando, con sus manos.
Temblando al ver su cara,
pálida, reflejada
en el cristal del autobús.
Las ranas que morían
si jugabas con ellas.
Las mariposas que morían
si tocabas sus alas.
La ví salir de ese portal
un día en el que ya no quise volver
a casa. ¿Puedes entenderme?
Ahora, que el clima es húmedo,
parece el momento preciso,
el momento idóneo,
para enterrar la historia
y ver como germina,
cómo se desarrolla
-está en la edad de trabajar,
es tiempo de cosecha.
Una voz susurra una palabra,
como un chasquido metálico
apenas descifrable.
Al fondo del pasillo
chillan cristales rotos.
Desde la luz apagada, regresan.



Pues resulta que el otro día volví a ver estos caballos de porcelana (exactamente los mismos de la imagen y que también estaban en la casa de mi abuela materna y con los que siempre quería jugar cuando era pequeño, al tacto estaban fríos) en la casa de la abuela de un amigo, en la que ya no vive nadie y se utiliza para beber alcohol y fumar tranquilos. 



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